Territorias
Nathalia Heim, “Natheim”, es una artista visual y fotógrafa que, con su cuerpo y mente en territorio vasco y junto a 18 mujeres, traza una nueva cartografía emocional en Lurraldeak [Territorias].
por Virginia Robles
Nathalia Heim, “Natheim”, es una artista visual y fotógrafa que, con su cuerpo y mente en territorio vasco y junto a 18 mujeres, traza una nueva cartografía emocional en Lurraldeak [Territorias].
¿Quién es Nathi?
No esperaba empezar la entrevista con esta pregunta. Nathi, con h, es una persona que cree que las fronteras no deberían existir, que el planeta es de todxs y que el acceso a los recursos naturales debería ser igualitario. Es una nena que coleccionaba estampillas y prendedores de escudos de las provincias y ciudades argentinas. La adolescente que amó las fiestas, las cartas y la mochila. La mujer que cree que puede hacer cosas para mejorar algo, que está llena de preguntas, y qué difícil es responder esto. Nathi es Nathi. Con h.
¿Qué es la fotografía para vos?
Es mi mejor compañera para empezar a profundizar, hilar, anudar y saltar. Parto desde ese juego secreto con la luz. La mecha la tiene una.
Después escucho el tema, las imágenes, intento ver qué me piden. Por eso muchas veces empiezo con las fotografías y quizás luego entran a dialogar con el espacio, las intervengo o van de un formato a otro.
Desde hace 25 años me acompaña un tortugo, Chulo. Yo veo en Chulo una gran analogía de lo que para mí es la fotografía. Es el tiempo para detenerse en lo que la mirada, en ese momento y lugar, elige ver o con lo que tropieza. La pausa permitida u obligada por el azar de algo que se devela. Fotografío en parpadeos, hago fotografías mentales, las imagino, las dibujo, las miro, invento historias. Y todo sucede como cuando Chulo toma sol, con el cogote estirado y sin necesidad de mucho más.
¿Dónde nace tu proceso creativo?
Nace de una pregunta o un manojo de preguntas que funcionan como disparadores. Las someto a experimentación en todos los niveles sensoriales: visual, olfativo, táctil, gustativo y auditivo, y veo con qué me encuentro. Abro los hallazgos y retruco. Investigo, asocio, entramo. Dibujo, escribo.
Entiendo a la pregunta como una posición política en sí misma sobre la realidad. Me tomo el tiempo para saber qué preguntar, qué quiero rascar y muchas veces se genera una cadena de preguntas de la que no busco respuestas, sino crear reflexiones críticas y sensibles que conduzcan hacia nuevos interrogantes que nos permitan conocernos, acercarnos y fortalecernos.
Fuiste seleccionada para la residencia artística transfronteriza Patrim+. ¿Cómo fue esa experiencia?
Fue una experiencia hermosa y fuerte. Apliqué sintiendo que esa convocatoria era para mí, que no había chances de que no quedara. Recuerdo que terminé mandando el proyecto a las cuatro de la mañana, con una sensación de haberlo dado todo para que así sea. Y sucedió.
Hacía mucho tiempo que quería trabajar en territorio y, por algún motivo que no termino de conocer bien, ya venía insistiendo con la zona rural del País Vasco.
Allá estuve viviendo en un pueblo y lo primero que noté fue el placer de entregarme en cuerpo y mente exclusivamente a un solo proyecto. Fue una experiencia inmersiva, estaba ahí, en ese momento, primero buscando a las mujeres con las que iba a trabajar y luego compartiendo con ellas. Reflexionando sobre el lugar del arte o, mejor dicho, cuál quería yo que fuese mi rol. Prioricé la escucha activa y tuve claro que las protagonistas (no meras participantes) en todo momento eran ellas, las 18 mujeres.
¿Alguien las había retratado? ¿Cuántas veces les habían preguntado sobre sus vidas, sus historias, sus pensamientos? Me hice muchas preguntas y cuanto más me preguntaba, más reafirmaba que, ante todo, ellas necesitaban verse a sí mismas. Y, en una segunda instancia, que las vieran, una a una y juntas al mismo tiempo.
¿Ibas con una idea de proyecto?
Para aplicar a la residencia artística fue necesario presentar un proyecto y sí, yo iba con una búsqueda definida. Después, como muchas veces sucede, eso cambió. A medida que iba conociendo a las mujeres, que iba ahondando en sus historias e iba adentrándome en el territorio en el que estaba trabajando, me fui dando cuenta que había una necesidad antes que mi deseo.
Podría haber hecho caso omiso a esa lectura, pero sentí que no podía darle la espalda. Fue una negociación interna, relacionada sobre todo con los retratos. ¿Alguien las había retratado? ¿Cuántas veces les habían preguntado sobre sus vidas, sus historias, sus pensamientos? Me hice muchas preguntas y cuanto más me preguntaba, más reafirmaba que, ante todo, ellas necesitaban verse a sí mismas. Y, en una segunda instancia, que las vieran, una a una y juntas al mismo tiempo.
Esto desencadenó en la instalación fotográfica que expuse en el Caserío Museo Igartubeiti: una ronda de 18 sillas de madera que cada mujer trajo de su casa, sillas familiares. Encima de cada una, el retrato de la mujer dueña de esa silla. El círculo connotaba el territorio que en conjunto conformaban, juntas, mirándose unas a otras. Lxs espectadorxs, para ver la obra, tenían que entrar para ver a las territorias. En el centro, sobre unos cajones de madera con símbolos vascos, se encontraban los mapas, la cartografía sensible de las mujeres de la zona de Urola Garaia y Goierri, continentes de fotografías donde habitan las territorias.
¿Lurraldeak [Territorias] tiene algo que ver con tu historia personal?
Todavía no lo sé. Seguramente sí.
Por un lado, mi abuela siempre dijo que era vasca, pero la verdad es que se basa en su apellido y no hay nada confirmado.
Por otro lado, y creo que va más por acá, yo nací en Bahía Blanca y a los 13 años aproximadamente nos mudamos lxs cuatro —mamá, papá y hermano— a Buenos Aires. A los 22 me fui con una mochila a viajar durante un año con el objetivo de llegar a Rusia, llegué hasta Polonia. Comía pan con queso untable para llegar lo más lejos posible.
Así seguí viajando, pero ya no necesité que fuera lo más lejos posible, hay comunidades que me atraen y creo que fue lo que sucedió en este caso. Una zona que a mis ojos era bastante encriptada y donde la mujer tiene una etiqueta definida: “la mujer vasca es cerrada”, “la mujer vasca es fuerte”, “es imposible ligar con ella”. Cuestionar esa etiqueta en una cultura que desconocía no era algo que sólo podía hacer allí, pero sí donde me dieron muchas ganas de hacerlo. También había algo ahí de volver a la naturaleza, a la huerta, al monte, al pueblo. Con el tiempo creo que voy a ver más clara esta respuesta, soy una persona de tiempos lentos para procesar vivencias.
¿Cómo fue el proceso creativo con las mujeres? ¿Te transformó?
Sí, la experiencia completa me transformó. Sólo oírlas hablar sobre lo que para ellas significa ser mujer, mujer vasca, madre, nieta, abuela, hija. No hay manera de salir igual después de que esos relatos me atravesaran. Tengo apuntadas muchas enseñanzas de vida en mi cuaderno de artista, incluso también vivencié situaciones paralelas y que, inevitablemente, afectaron la obra y su proceso.
Cuando llegué al pueblo empecé a convocar a las mujeres del pueblo para que participaran en el proyecto. Iba a las mesas del bar a hablarles, al supermercado, a la plaza, a la salida del colegio, a la casa de las mujeres del pueblo de al lado, a la casa de los jubilados. En fin, mujer que veía, mujer que paraba para contarle qué era lo que yo, “la extraña”, estaba haciendo ahí. A cada una de ellas cité en una sala del museo para entrevistarlas, salvo a algunas que viven en caseríos y yo fui hasta allí.
Les pregunté sobre ellas, sus madres, sus experiencias como madres si así lo habían elegido, sobre su lengua, sus tesoros, sus libros, su música, sobre la naturaleza y sus poderes. Hablamos mucho, lloraron y reímos mucho también. Me compartieron libros, nueces, pan, manzanas, miel, reliquias familiares, cosas hechas con sus manos, en su tierra. Estaba lo dicho y lo que era expresado de otro modo. Todo eso fue material sensible para un encuentro posterior, cámara en mano.
Caminamos por el monte, fuimos a sus ex hogares, ex espacios de trabajo, adonde iban con algún familiar querido. En el monte sucede gran parte de la vida, se celebra, se camina, se entierran sus muertos. Creo que, simbólicamente, el proceso fue subir al monte.
¿Tuviste algún autodescubrimiento en el mundo de las brujas?
Des-cubrí una parte de mí. Sí, con ellas, no sola. Me pasó escuchando sus maneras de entender el “ser madre”. Por ejemplo, una de las mujeres me contaba que cuando lxs hijxs le pedían un consejo ella les respondía que no era la mejor para dar consejos, porque lo único que iba a hacer era transmitirle sus miedos. Que hicieran, que probaran, se equivocaran y eligieran ellos. Ese pensamiento, ese saber de lo poderoso y esclavizante que es el miedo, me hizo pensar mucho. Parece obvio, pero viniendo de una madre no me pareció tanto. En esta misma línea, otra de las mujeres expresó que ella era madre y que era una decisión de la que no se arrepentía, pero que sería madre hasta que sus hijxs pudiesen manejarse solos, que ella no quería ser madre dependiente de sus hijos, ni al revés.
También considero que hubo un des-cubrir en relación a la naturaleza, al trabajo de la tierra, al trato con la materia prima, el alimento. Una de las mujeres vive en un caserío (que se especializan productivamente) donde hacen pan, de forma complemente orgánica. Ella, cada vez que tomaba un bollo para amasar, le preguntaba a la masa “¿cómo te voy a tratar hoy?”, porque de ella, de los ingredientes, del tiempo y del clima iba a depender el resultado.
En síntesis, el mundo de las brujas no cubre, descubre y descubre bien.
¿Usás amuletos?
Uso recuerdos o pensamientos como amuletos. Hace años sólo uso un anillo de piedra y es un amuleto integrado a mi cuerpo. Una amiga artista en Madrid me regaló una rama de canela y siempre la llevo en la misma campera.
No obstante, cuando hice el fotolibro Lurraldeak [Territorias] creé amuletos para que viajaran en los libros, con las fotos. Seleccioné hojas, cortezas y ramitas secas para darles un contexto, para que no fueran fríamente dentro de un sobre. A algunas hojas no tan secas aún, que encontré en el suelo, las bordé y sembré entre las hojas impresas. Hay ciclo, hay huella, hay un “yo estuve acá haciendo esto que ahora está entre tus manos y es un placer que así sea”.