No soy una bruja
Aunque parezca ficción, en algunas comunidades todavía existe la caza de brujas.
por Daniela Vera
Con No soy una bruja, la directora Rungano Nyoni (1982, Lusaka, Zambia) nos introduce en una historia que creíamos de antaño: una niña desarraigada de su identidad y lugar de pertenencia es acusada de practicar brujería en las zonas del África sudhariana. Por consenso popular, es sometida a un juicio en el cual participan el gobernador, una agente policial y un brujo chamán. Este último decide, arbitrariamente y bajo una cierta prueba ritual elaborada con una gallina, que Shula, una niña de tan solo nueve años, es una bruja.
Así es como Shula (Maggie Mulubwa) es exiliada sin su consentimiento a un campo de brujas. Estas “brujas”, la mayoría cuerpos mayores y de la tercera edad, viven de manera deplorable por ser consideradas un mal. La pequeña Shula es acogida y protegida por el grupo de mujeres brujas y se vuelve el seno de esta comunidad. Ellas comienzan a ver a la niña como símbolo de libertad y la ayudan a sortear infortunios que, injustamente, le transcurren a lo largo de la historia.
En la espacialidad de este campo y lejos de una metáfora obvia, Shula y las brujas se encuentran unidas y atadas por lazos que limitan sus movimientos y se ven reducidas bajo el funcionamiento de unas bobinas, todo bajo la superstición de que “pueden llegar a volar, irse lejos y lastimar a la población”. En algunas escenas significativas, estas bobinas aparecen en la base de un camión, en el que son trasladadas para trabajar en oficios que se les inculcaron forzosamente. Este camión naranja es manejado por un varón, el cual se encuentra indiferente a la situación, mientras escucha música estadounidense con sus auriculares.
Durante el film, la figura del Estado parece ausente, el cual es rescindido por el orden mercantilizador, coartando la vida de las personajes para su propio sustento y mediatizando la situación, usando a las brujas como atractivo turístico. Tras esta desidia, la vida impuesta de Shula recae bajo el poder de un personaje nefasto: el señor Banda, gobernador de la región, quien vive lujosamente a costa de este negocio de “avistaje” de mujeres brujas, lejos de garantizar sus derechos.
Con su denuncia, No soy una bruja pone en jaque también a las infancias libres. La vida de Shula es vulnerada y bajo ningún punto de vista es respetada, cuidada y protegida. Sufre la banalidad de una sociedad que le está arrebatando su infancia y negando todos sus derechos, y finalmente decide no tolerarlo más.
No soy una bruja pone en jaque también a las infancias libres. La vida de Shula es vulnerada y bajo ningún punto de vista es respetada, cuidada y protegida.
En este entorno fílmico, que por momentos ronda lo absurdo y ridículo, se plantea la dicotomía que sufre Shula, quien es obligada a decidir entre ser una bruja o convertirse en una cabra blanca. A medida que transcurre el film nos hace pensar, junto a la protagonista, que una cabra tiene realmente más libertad que algunas de las mujeres zambianas. Pero, a su vez, crecemos junto a Shula, que es para mí, una especie de justiciera silenciosa, porque comienza a resignar los mandatos que le imponen.
Este fenómeno que aún ocurre en la actualidad, no solo nos recuerda a las prácticas de una Europa colonial y medieval, sino que nos hace reflexionar sobre la réplica de ciertos discursos religiosos que coaccionan y cooperan de manera violenta sobre otrxs, alertándonos de una realidad injusta y patriarcal, en la que se atenta contra la libertad de las infancias y las mujeres, quienes se encuentran invalidadas a decidir sobre sus cuerpos.
No casualmente, la directora orienta la mirada hacia la representación de cuerpos que no estamos acostumbradxs a ver en narrativas audiovisuales hegemónicas: cuerpos adultxs, ancianos y negros. Las mujeres no son actrices, sino miembros de distintas comunidades zambianas que participaron en la película.
El relato sonoro ancla subyacentemente simbolismos que acompañan a los personajes, construyendo diversos sentidos. En algunas escenas se escuchan sonidos de aleteos de aves que indican el deseo de escapar de la personaje principal. En otras ocasiones, connota irónicamente a través de la canción American Boy de Estelle y Kanye West, cierta influencia de la cultura occidental, a través de lo que escuchan los varones en momentos culmines de la película.
La fortaleza y sensibilidad del relato buscan burlarse por momentos de algo dramático, pero luego culmina en una poética muy sentida y poderosa. Los planos visuales rondando lo onírico se mimetizan con los personajes, por momentos performáticos, que ritualizan el deseo de una posible emancipación.
La decisión de la directora de hacer justicia nos deja en un estado conmovedor. Utilizar las herramientas que nos otorga el cine para visibilizar y denunciar, poder contar esta historia y construir tanto personajes como espectadores que no se alejan mucho de nuestras realidades cotidianas. Creo que es aquí en donde esta obra toma un relevante sentido: el deseo de vivir, ser libres y alcanzar la autonomía y jurisdicción de nuestros propios cuerpos. Y esto de manera urgente me lleva a preguntarme: ¿Cuáles son los límites de la deshumanización?
¿Hasta dónde llega la indiferencia? ¿Por qué aceptamos con naturalidad lo inaceptable? ¿Cuántas Shulas habrá en nuestro territorio?
Zambia, 2017, 98 minutos