Susurro en la tierra.
La que antes recorrí y que ahora no habito.
Estoy en el aire.
El que antes llenaba mis pulmones y ahora me falta.
Buscame en el fuego.
El que me hizo cenizas.
Allí debajo está todo aquello que me quebró.
Ha sido escondido.
Ha sido ocultado.
Mirá bien.
Ahí estoy.
Soy la mujer.
Y los gusanos no son de seda.
Me siento marchitar.
Presa bajo un colchón que, rancio, atrapa mi cuerpo.
Intento que me escuches, pero ya no hablo con palabras.
Y mientras tanto, mis hermanas levantan el puño y caminan en nombre de todas.
Aguerridas.
Su hartazgo hecho sudor y lágrimas.
Mis hermanas se rozan las manos, se comparten y se parten en mil.
Para gritar más fuerte, esperando que sus voces se escuchen.
Y, mientras tanto, yo sueño la libertad.
Pero sigo teniendo miedo, incluso estando muerta.
Me aturde el eco de su promesa: perseguirme hasta el fin del mundo.
No encuentro la paz.
Sigan gritando por mí.
Por favor.
Por todas.